Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de  pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los  hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el  paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han  cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de  haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no  osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron  el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo  no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar;  pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y  alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.
Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de  edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por  el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque  jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente  minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos  de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar  habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá  diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. 
 Por eso, sólo  son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría  de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.Pero, en cambio, 
es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que  se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se  encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores  instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la  minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio  valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos  en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese  yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando  algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la  sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por  vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede  alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible  producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y  ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo  de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán  de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.
 Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la  más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer  un uso público de la propia razón, en cualquier dominio.
Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la  más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer  un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por  doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista:  ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el  mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por  todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas  impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi  respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que  puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de  ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo  particular el progreso de la ilustración.
Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en  cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso  privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto  civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones  concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por  medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo  meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno  los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción  de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que  se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera  miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en  cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a  un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello  padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. 
  Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al  superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la  conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer.Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto  docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio  del público. 
 El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son  asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que  deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar  resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un  ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la  inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote  está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de  la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición.  Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al  público sus ideas --cuidadosamente examinadas y bien intencionadas-- acerca de  los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones  relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la  Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia.  Presentará lo que enseña en virtud de su función --en tanto conductor de la  Iglesia-- como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus  propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con  prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña  esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión  deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él  mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a  exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta  verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima.  Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los  reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un  predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que  dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con  respecto a la misma, 
 el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que  ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante  escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará,  dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de  la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio.  En efecto, pretender que  los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de  edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la  insensatez.
Pero 
 una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es  decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría  acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a  una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos,  sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente  imposible.  Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior  ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente,  aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes  tratados de paz. 
 Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la  siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos  (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover  la ilustración. 
 Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación  originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente  justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y  criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un  pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante  ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en  corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta  ordenación.  Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los  sacerdotes, en calidad de
  doctos, debieran tener libertad de llevar sus  observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la  actual institución. Mientras tanto --hasta que la intelección de la cualidad de  estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal  modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el  trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una  dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una  comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a  la antigua lo hagan así-- mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido.  Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución  religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie,  aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y  torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su  perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre,  con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la  adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a  ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a  la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la  humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá  hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se  debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se  inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie  con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que  consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le  concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan  con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la  determinación y fomento de dicha salvación.
Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo  a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer  sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y  supremo dictamen intelectual --con lo cual se prestaría al reproche Caesar non  est supra grammaticos-- o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para  amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido  sobre los restantes súbditos.
Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada?  responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho  para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o  estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin  acudir a extraña conducción.  Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para  trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una  ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada  vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista,  nuestro tiempo es la época de la ilustración o "el siglo de Federico".
 Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber  no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en  plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un  príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con  agradecimiento.
Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber  no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en  plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un  príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con  agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género  humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva  de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral.  Bajo él, dignísimos clérigos --sin perjuicio de sus deberes profesionales--  pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los  juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal  libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber  profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente,  alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos  de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un  claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la  menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los  hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre  que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.
He puesto el punto principal de la ilustración --es decir, del hecho por el  cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable-- en la  cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no  tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos.  Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor  peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de  Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo  referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un  uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos  relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir  una franca crítica a la existente. 
 También en esto damos un brillante ejemplo,  pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo  tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los  ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un  Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!  Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si  la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un  mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu  del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en  cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. 
 Una vez que  la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con  extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento,  ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual  éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los  principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme  a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.Kant