martes, septiembre 12, 2006

Slayer Vino a Revolucionar La Casa

Las largas pausas que el vocalista y bajista Tom Araya se tomaba antes de empezar varias de sus canciones parecían demostrarlo: para Slayer, su banda, un grupo con más de veinte años a la cabeza de las más extremas escenas metaleras mundiales y con décadas de giras internacionales en el cuerpo, tocar en Chile es algo distinto.

El hecho de que Araya naciera en este país podrá ser una anécdota en cualquier parte del mundo, como es razonable, menos aquí. Araya, hombre de pocas palabras, al final resumió el sentimiento con un lacónico "¡Chile en el corazón!", después de un concierto no muy extenso, de apenas una quincena de canciones, pero tan breve como intenso, en el que el grupo alimentó entre la audiencia un fervor constante de nacionalismo y, lo que de verdad importa, de devoción metalera al máximo.

Más de diez mil personas abarrotaban la cancha del velódromo del Estadio Nacional en un mar compacto de cabezas negras cuando el grupo salió a escena, y en adelante iba a ser una seguidilla de canciones reconocidas, gritadas a voz en cuello y bailadas a empellones por la audiencia. "Mandatory suicide", "Dead skin mask", "Hell awaits" fueron canciones que transformaron la cancha del velódromo en algo parecido a un campo de batalla, con movimiento de tropas y bengalas entre el ruido atronador.

Slayer es también una muestra de vieja escuela metalera fiel en vivo, con letras sobre Dios, guerra, muerte y devastación al son de una música desencadenada pero enmarcada en límites claros: un cantante que emplea el alarido gutural al servicio de una métrica veloz y esquemática, dos guitarras acrobáticas pero demoledoras en manos de Kerry King y Jeff Hanneman y una batería que a menudo se embarca en los más veloces pulsos del hardcore.

De hecho, un solo solo de batería de Dave Lombardo es toda una declaración de principios: son apenas segundos, pero es un martilleo de doble bombo a extrema velocidad que se transformó en uno de los mayores estímulos de la noche. Eso ocurrió en la última canción, "Hell awaits", razonablemente dejada para el final, porque su ritmo acelerado y endemoniado fue la conclusión más cabal del poderío de Slayer. No hubo bises ni palabras emotivas. Tom Araya salió al final a retratar a la audiencia desde el escenario con su cámara portátil y su despedida fue escueta, en inglés y envuelto en una bandera tricolor: "Thank you very very fucking much".

fuente: EMOL